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viernes, 7 de octubre de 2011

Los abandonados de Al Rashaad

“El sueño de la razón produce monstruos” (Francisco de Goya)


Hoy se celebra el Día Mundial de la Salud Mental. Resulta difícil escribir sobre esta tremenda dolencia sin caer en tópicos ni estigmas. El cerebro es así de complejo. El de los aparentemente sanos y el de lamentablemente enfermos. Recuerdo un hospital psiquiátrico extremo e inusual: El centro Al Rashaad, en Bagdad. Perdonen si les parece obsceno lo que aquí describo. No es mi intención. Sólo pretendo contar cómo viven estos enfermos -como si no existieran- en algunos países de nuestro maravilloso mundo. 

Lo visité en noviembre de 2003, en plena invasión estadounidense. Era el único destinado a preservar la salud mental de una ciudad con más de cinco millones de desesperados. Allí convivían esquizofrénicos, asesinos en serie, disminuidos, necrófilos, zoofílicos y otros tipos de perturbaciones mentales. No había sillas, ni camas ni electricidad. La fotografía muestra la situación. Las ventanas estaban selladas con barrotes de acero. Algunos enfermos perdidos en el delirio voceaban ásperos sonidos tras unos cristales sucios; otros clamaban a un dios ausente que acabara para siempre con el dragón que tenían metido en sus cabezas. Eran decenas de hombres y mujeres convertidos en desechos humanos.

Cuando se desmoronó la dictadura, entre el 8 y el 10 de abril de 2003, un numeroso grupo de saqueadores entraron en tromba en aquel hospital violando repetidamente a todas las mujeres internas, alrededor de 700, y dejando en libertad a todos los demás reclusos, incluidos los criminales. Fue tal el escándalo que la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) recogió evidencias de aquel episodio antes de proclamar su vergüenza.


Una de las víctimas que más ferozmente fue torturada era Ashin, una mujer de no más de 45 años pero que aparentaba 70. La recuerdo cubriéndose del sol bajo una frondosa palmera. Vestía una abaya negra chií, sucia y descosida. Padecía una psicosis depresiva crónica inducida en su día por la persecución y agudizada por la violación en cadena que sufrió por los desalmados asaltantes. Sufría brotes suicidas difíciles de atenuar. Casi no hablaba y cuando lo hacía, sus palabras fluían como una carambola lenta. Sus manos se entrecruzaban cuando no jugueteaban con la basura que recolectaba en su paseo cotidiano por aquel recinto del horror. Había ingresado en el hospital meses antes de mi visita y hasta entonces no había podido ser tratada con ningún medicamento. 

La sanidad iraquí estaba colapsada y la rama psiquiátrica era la principal damnificada. En Irak, igual que en muchos países del mundo, no hay cultura ni información médica sobre las diferentes manifestaciones de la enfermedad psiquiátrica. Son tratados como demonios, como en la Edad Media. Son rechazados por sus familias, por sus tribus, y abandonados a su suerte. La esquizofrenia sigue siendo un estigma social.

Pero no todo era horror en aquel hospital. Un mes antes de mi visita, los internos regalaron a la doctora-jefe del centro una peculiar obra de teatro por el día de su cumpleaños. Se titulaba ‘Esquizofrenia’ y resultó ser una medicina muy valiosa. Con ella desterraron por unas horas el miedo, la indiferencia del resto y el estigma de una enfermedad maldita. El futuro ni se citaba, simplemente porque para ellos, como para muchos enfermos mentales, desgraciadamente no existe.

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