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miércoles, 14 de diciembre de 2011

Roald Amundsen: Cien años del triunfo del rey de los hielos

El Polo Sur es un lugar inhóspito. Es un escenario de absoluta desolación. Una extensión plana de hielo barrida por vientos huracanados, cegadoramente blanca bajo el claro verano y envuelta en sombras impenetrables durante la larga noche. Es la zona más gélida del planeta. Y también, la más silenciosa. Sin embargo, el 14 de diciembre de 1911, los gritos de Roald Amundsen y cuatro compañeros noruegos rasgaron el silencio de aquel paisaje desolado. Acababan de conquistar el Polo Sur. Ellos eran los primeros. 

Aquella hazaña aun se mantiene en la cumbre de la historia de las exploraciones. Amundsen, un enjuto marino noruego de 39 años, describía así a un periodista el valor de su conquista: “No puedo decir, aunque sé que sonaría mucho mejor, que hubiera alcanzado el objeto de mi vida. Sería novelar descaradamente. Más me vale ser honesto y aceptar con sencillez que no he sabido nunca de un hombre que se encontrara en una posición tan diametralmente opuesta al objeto de sus deseos como yo en aquel momento. El Polo Norte es el que me ha atraído desde la infancia, pero yo estaba en el Polo Sur. ¿Puede imaginarse mayor desatino?”

Quienes conocieron al explorador más famoso de todos los tiempos señalaron que en esta explicación se resume su vida, la de un hombre que no veía la vida como una aventura, sino como muchas encadenadas. Según admitió en una ocasión el propio Amundsen, su carrera se había forjado con una meta definida desde que tuvo 15 años. “Todo lo que he realizado ha sido fruto de una planificación, de cuidadosa preparación y de un trabajo concienzudo y duro”. El primer hombre máquina.

Lector obsesivo de expedicionarios polares, Amundsen empezó a dormir con las ventanas abiertas en pleno invierno para imitar las sensaciones extremas de héroes juveniles. Pésimo estudiante, tuvo infinidad de problemas en su escuela de Oslo debido a las continuas ausencias injustificadas. En una de ellas, su madre le siguió a escondidas. La sorpresa fue fabulosa cuando descubrió que el joven Roald se adentraba en solitario en uno de los bosques cercanos a la capital y allí se perdía. Cuestionado por su secreto, respondió decidido: “Voy a aumentar mi habilidad para caminar por el hielo y la nieve y para endurecerme los músculos. Solo pienso en la gran aventura venidera”.

Su desconsolada madre reaccionó arreándole un buen sopapo. Pero el problema mayor para Amundsen llegó al intentar enrolarse en el ejército, una condición casi indispensable para hacer realidad su gran sueño. Era miope, un obstáculo insalvable que intentó compensar con un estado de forma física descomunal. De hecho, fue el primero de su promoción y dejó tan sorprendido al médico que olvidó examinarle los ojos, por lo que recibió instrucción militar.

A los 22 años realizó su primer locura. En compañía de su hermano, intentó cruzar sobre esquís una cadena de montañas al oeste de Oslo. Casi mueren en el intento. Mal equipados y peor aprovisionados, quedaron cercados por la nieve. El terror les paralizó y el hambre hizo el resto. Volvieron a casa de milagro pero Roald Amundsen aprendió la lección. A partir de entonces, cualquier expedición de la que formara parte era escrupulosamente planificada. Controlaba hasta el mínimo detalle, hasta la media de agua al día que puede consumir un grupo de cinco hombres en condiciones extremas de frío.

A los 25 años le llegó su primera oportunidad. A bordo del Bélgica, zarpó hacia la Antártida como primer piloto de una tripulación internacional. El resultado fue un desastre. Inexpertos como exploradores polares, los guías de la expedición permitieron que los sorprendiera el invierno y que el hielo atrapara el barco. Sin víveres ni ropas de abrigo adecuadas, tanto marineros como científicos temieron por sus vidas. Dos hombres enloquecieron y solo tres, entre ellos Amundsen, esquivaron el temible escorbuto.

Cuando el capitán cayó mortalmente enfermo, Amundsen organizó a la tropa. A unos los envió a cazar focas y pingüinos, a otros les puso a coser ropa de abrigo con las pieles. Tras varios meses de aislamiento en aquel oscuro desierto de hielo, los supervivientes lograron abrir un canal que les llevó hasta mar abierto. Sin intención, Amundsen acababa de participar y sobrevivir a la primera invernada que el hombre hacía en el Antártico.


Una vez superado el mal trago, Roald Amundsen puso manos a la obra para su siguiente expedición: la búsqueda del mítico paso del Noroeste, que se había tragado a su héroe infantil, John Franklin. Para esta empresa, Amundsen unió al descubrimiento geográfico un objetivo científico, con el fin de facilitar los apoyos financieros. El anzuelo fue el magnetismo polar. En tres años obtuvo el dinero que necesitaba, compró el Gjoa, un pesquero de 47 toneladas y poco calado, seleccionó a seis expertos marinos y científicos, y zarpó.

Cruzó el Atlántico Norte y se dirigió por la costa occidental de Groenlandia al extremo septentrional de la Tierra de Baffin. Una vez allí, puso proa al oeste por el estrecho de Lancaster y empezó a zigzaguear hacia el sur, entre el laberinto de islas que hay más allá de la tierra firme canadiense. Aguas poco profundas, nieblas y vientos huracanados hicieron penosa la marcha, pero a fines del verano, descubrió un puerto natural de invierno en la isla Rey Guillermo, al noroeste de la bahía de Hudson. Allí pasó dos años prolíficos en materia científica ya que los datos recogidos suministraron a los expertos material para 20 años de evaluación.

Pero aún quedaba lo más duro: llegar a Alaska. La ruta fue extenuante. Día tras día midiendo la profundidad, probando aquí y allá para meter el barco entre témpanos de hielo. Finalmente, el segundo de a bordo gritó: “¡Una vela, una vela!”. Era un ballenero. La victoria era suya. 

Completado su paso por el noroeste y sus proyectos acerca del polo magnético, Roald Amundsen empezó a preparar la aventura ártica suprema: conquistar el Polo Norte. Sin embargo, en 1909, el estadounidense Robert Edwin Peary se le había adelantado y todo se vino abajo. “En el mismo instante”, escribió Amundsen, “decidí mi cambio de frente: volverme… al sur”, la única conquista polar que seguía en pie. Por todos era conocido que el inglés Robert Scott preparaba una hazaña similar. Entonces, comenzó la carrera.

Para empezar, Amundsen no reveló su cambio de plan ni a los que lo respaldaban económicamente, ni a los miembros de la tripulación. Ante la opinión pública (y los servicios secretos) seguía empeñado en llegar al Polo Norte con propósitos científicos. Y con ese secreto partió de Noruega el 9 de agosto de 1910. Llevaba 100 perros groenlandeses a bordo y materiales para construir una morada donde cupieran diez catres y una cocina. Solo cuando el barco cruzó el ecuador, difundió la verdad: el rumbo era la Antártida, no el Ártico.

En enero de 1911, varó la nave en un rincón del filo de la barrera de hielo de Ross, vasta extensión congelada que cubre el mar en una enorme escotadura del continente antártico. Amundsen había elegido este lugar -la bahía de las Ballenas- porque sabía que estaba 90 kilómetros más cerca del Polo que la base que había levantado Scott, en el otro extremo del campo de hielo. Estableció de inmediato el cuartel general de la expedición a unos tres kilómetros hielo adentro, y los hombres empezaron a desembarcar equipo y provisiones.

En febrero, los noruegos fueron visitados por miembros de la expedición de Scott. El encuentro fue muy cordial, pero ambos grupos sabían, como dijo posteriormente el propio Scott, que “el plan de Amundsen es una amenaza muy seria para el nuestro”. Aparte de estar más cerca del Polo, Amundsen, con sus tiros de perros, estaría en condiciones de emprender su jornada antes que Scott, que llevaba caballos de tiro.
Durante febrero y marzo, los hombres de Amundsen dispusieron siete depósitos de provisiones, y señales en la barrera de hielo para su viaje al Polo en la primavera siguiente.

La carrera arrancó el 19 de octubre de 1911. Provistos de esquís, Amundsen y cuatro compañeros se lanzaron hacia el sur con cuatro trineos ligeros, tirado cada uno por 13 perros. Escalaron la cordillera de la Reina Maud, sacrificando a dos terceras partes de los animales para alimentar y guardar carne para los hombres y los perros más fuertes. Era parte del plan diseñado por Amundsen.

El 7 de diciembre, el grupo alcanzó los 88′ 23′ S, el máximo sur a que había llegado Ernest Shackleton en 1909. Estaban a156 kilómetros de su meta. Reducidos a 17 perros y tres trineos, aligeraron su carga estableciendo el último depósito de abastecimiento (depósito 10) allí mismo. De pronto, la niebla gélida se disipó y la superficie se volvió lisa, como un desierto de sal sin brisa. Era, pensó Amundsen, como si los elementos hubieran contado con ellos. La meta llegó a las tres de la tarde del 14 de diciembre de 1911. “Entonces se rasgó el velo para siempre, y dejó de existir uno de los mayores secretos de nuestro planeta”, escribió Amundsen.

Pasaron en el Polo casi cuatro días, alternando celebraciones con observaciones científicas. Alzaron una pequeña tienda con un mástil donde ondeaba la bandera noruega, y dejaron dentro dos notas, una para Scott y otra para el rey de Noruega, que pedían a Scott que recogiera por si acaso ellos no volvían. “Fue un momento solemne cuando nos descubrimos y despedimos. Nos pusimos inmediatamente en camino sobre nuestro propio rastro. Muchas veces nos volvimos para echar una última ojeada… Descendieron los vapores blanquecinos y nuestra banderita no tardó en desaparecer de la vista”

El 25 de enero de 1912 estaban de vuelta en su base. Habían recorrido 3.000 kilómetros en 99 días. Les quedaban once perros y los hombres padecían congelaciones, quemaduras por el viento, ceguera por el resplandor de la nieve y agotamiento. Pero habían triunfado. Y su historia no acabó ahí. El explorador noruego más grande de la historia siguió rellenando capítulos con otras hazañas. Quizá otro día terminemos contándolas. Este hombre fue el rey del hielo.

Este artículo también está publicado en el blog de Ciencia MÁS QUE CIENCIA

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