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martes, 7 de enero de 2014

Irak sigue desangrándose



Serán las cabezas doradas que hacen reverberar el sol invernal, el suelo de mármol que recorría todas las estancias de los palacios presidenciales, el espacioso jardín de la residencial principal en Bagdad, las frondosas palmeras que cancelaban la avidez de los curiosos que en 2003 miraban con descaro lo que les habían ocultado, pero la Irak de 2014 comienza a ser para EEUU el símbolo de un sueño roto en todo el Oriente Próximo. 

Un espejismo para aquella mitad de la población que veía en ese decorado la herencia de un líder innegable que luchó para hacer de Irak un país islámico moderno y culto. Una pesadilla para la otra mitad de los habitantes aplastados por la indolencia de un dictador populista que les sumió en un miedo tan atroz que les impedía pronunciar su nombre. Saddam, ‘Rajoud el Kabir’ –el hombre grande-, como le llamaban los miles de cadáveres vivientes que dejó en las cunetas tras más de 35 años de dictadura, volvió a la superficie para culminar, ocho meses después de su caída, su extraño epitafio. Acorralado y sucio como una fiera, se enfrentó orgulloso a nubes turbias por las acusaciones de matanzas contra miles de iraquíes, chiíes y kurdos en su mayoría. “¿Por qué no acabó con su vida para evitar la humillación de su arresto?”, se preguntaba una ingenua periodista estadounidense. “Porque es árabe y para los árabes el suicidio es un blasfemia contra su pueblo”, le contestaba un comentarista palestino.

La sensación de alivio que supuso su detención variaba de un extremo a otro de un país hecho pedazos donde no hay sentimiento nacional ni nada que se le parezca y el resto –el odio y el afecto hacia el expresidente, hacia las fuerzas de ocupación y hacia el gobierno actual del chií Nuri al-Maliki- se mide con la invisible vara de la procedencia étnica. 

Es una delgada línea roja que separa a quienes veneraron la política de Saddam, es decir, el rico y privilegiado norte de los suníes, y quienes soñaron con asesinarle cada día y cada noche durante los años que duró su dictadura, es decir, el atrasado y masacrado sur de los chiíes. En este tiempo, la violencia que Saddam practicó en Irak llegó a cotas de auténtico paroxismo, como se pudo comprobar en 1994 cerca de Basora donde en el corto espacio de 2 semanas fueron asesinadas más de 10.000 personas a manos de la implacable Dirección General de Seguridad, una de las cinco patas de la gran mesa que el dictador iraquí puso en marcha para asegurarse el poder absoluto en el país.

O las atrocidades cometidas en barrios bagdadíes como Bap al Sheef y Al Zufarania, donde muchos de sus habitantes exhiben ahora las salvajes amputaciones provocadas por la Mujabarat, la siniestra policía secreta del antiguo régimen que funcionó durante largos años como una verdadera maquinaria de picar carne con el apoyo de Occidente. Hombres sin orejas, mujeres con el vientre abierto en canal para sacarles a la fuerza el niño chií que un día llevaron en sus entrañas y evitar, de esta forma, que la población de esta etnia continuara su expansión demográfica en perjuicio de la suní, sus enemigos irreconciliables.

“Es cierto que Saddam cometió muchos errores pero no fue una mala persona, simplemente se rodeó de gente cruel que amaba la riqueza desorbitada que este país es capaz de generar”, aseguraba en una entrevista que realicé para el diario DEIA al exgeneral de las Fuerzas Especiales iraquíes, Ahmed Shakir Al Shammari, un hombre que hasta el fin de la sangrienta guerra contra Irán era uno de los consejeros militares más influyente del régimen. 

Petróleo, mercurio rojo y agua que en Oriente Próximo escasea como la luz en la noche, fluyen casi de forma espontánea en este tablero iraquí que la codicia del mundo convirtió hace dos décadas en un campo de batalla y que aun hoy continúa ante la desidia de un mundo sin memoria. Durante toda la entrevista, Al Shammari no cejó de insistir en las torpezas cometidas por los políticos estadounidenses a la hora de desactivar al viejo Estado iraquí. “La resistencia notará el golpe de la detención o muerte de Saddam en un primer momento pero a medio y largo plazo resultará un acicate contra las fuerzas de ocupación y sus herederos que no entienden aún que el poder del viejo régimen se sostenía políticamente en las familias, en las tribus como la mía”. 

Al Shammari hablaba de un ejército potencial compuesto por 500.000 hombres procedentes del granero político del antiguo presidente iraquí, el denominado ‘triángulo suní’ cuyos vértices lo forman Tikrit, Ramadi y Bagdad, el núcleo de lo que hoy es una guerra sin cuartel contra los suníes supuestamente controlados por ese ente maléfico llamado Al Qaeda. Dentro de esta cuadratura, Saddam era un líder venerado y temido. “Es lógico toda vez que el pueblo suní lleva dirigiendo este país desde hace más de 300 años aunque sólo represente al 30% de la población iraquí. Gracias a él se construyeron autopistas, la gente fue escolarizada y el sistema de salud era relativamente aceptable hasta la llegada del embargo”, sentenciaba Al Shammari. El problema estaba en el sur.

Informes recientes elaborados por organizaciones como Naciones Unidas o Human Rights Watch revelan que en los últimos 8 meses los ingresos de los iraquíes se han reducido a la mitad y en los territorios de mayoría chií, el 60 % del país, la calidad de vida sigue empeorando dramáticamente. "Cada piedra expropiada, cada gesto de arrogancia y de humillación intencionada que realizan las fuerzas de ocupación recrea las ofensas contra el espíritu de los chiíes practicado por Saddam. Hablar de paz en ese contexto es tratar de reconciliar lo irreconciliable", aseguraba el imán Hurtada al Sadr, el más radical de los clérigos chiíes. Al Sadr dispone de una milicia armada, el Ejército del Madhi, que no tiene rubor en exhibir sus pistolas en público.

Tanta ponzoña enraizada en este desierto de petróleo pone en duda que este conflicto pueda tener fin. En el mercado de Nayaf, donde puede encontrarse desde un burro hasta un barril de gasolina, vi a un tendero cuya mascota era un gallo desplumado con una pequeña medalla de Saddam Hussein atada del cuello. Era el más fuerte. A su alrededor correteaban todas gallinas. El tendero explicó que era la simbología política del país: el dictador horrorosamente pelado con un pueblo a su alrededor sin saber aún que será de su destino. Y menos aún si observan como les despojan de sus inagotables riquezas. Ha pasado una década desde su derrocamiento y la guerra continúa ante la indiferencia de un mundo con demasiados frentes abiertos como para recuperar la memoria de un conflicto tan lejano en el tiempo.

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