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domingo, 2 de enero de 2011

Florencia, la ciudad del tiempo


Puede que haya ciudades más románticas y capitales más espectaculares, pero la perfección exhala en Florencia por cada uno de los mil poros de su pétrea piel. Cuna del renacimiento, el exceso artístico se palpa desde la impostura de obras monumentales, como la escalera marmórea de la biblioteca de los Médicis que se inventó Miguel Ángel, hasta el último canto rodado de los jardines que Leonor de Toledo diseñó en el cerro del Bóboli para relamerse de poder. Las huellas de Leonardo, Donatello, Rafael y sobre todo, Miguel Ángel, están en todas partes. Envidias y celos heredados del siglo XVI. Sus sombras acechan en cada escultura, en cada casa, en cada esquina. 

Para descubrir la ciudad toscana sólo se necesita atravesar el río Arno, subir la colina de San Miniato al Monte y contemplar el horizonte. Desde aquí,  se observa la dimensión de una urbe con la piel roja como el sol del mediodía, enclavada entre verdes colinas y monumentales edificios que parecen de cartón-piedra. Poco ha cambiado esta maqueta durante el último milenio. Ni siquiera la desidia y el individualismo de una Italia que discurre cuesta abajo parecen afectarle. Florencia quedó congelada de belleza hace 500 años y así continúa. Es la ‘Dorian Gray’ del mundo urbano. Como en el Piazza del Duomo, donde Filippo Brunelleschi hizo magia con las piedras en 1420 al coronar sin ayuda de andamios la cúpula de 114 metros de altura de la catedral de Santa María del Fiore. La fría luz del invierno reverbera el tridente arquitectónico que compone junto al Campanario de Giotto y el Baptisterio.

A las nueve de la noche, el sonido distorsionado de un violinista callejero adormece el cielo florentino. Toca a Mozart con cierta laxitud en la plaza de los Uffizi, un edificio administrativo sobrio que Vasari concibió en 1559 como el ágora griega de la ciudad pero que Buontalenti concluyó casi 30 años después.

A la entrada de esta galería, en la Piazza de la Signoria, donde Miguel Ángel Buonarrotti comenzaba cada día la pesada tarea de acarrear su talento camino de la Academia, un guía hace equilibrios semánticos para explicar a unos turistas japoneses que el ‘David’ expuesto junto a ‘Neptuno’ a la entrada del Palazzo Vecchio, no es el de verdad. Una pareja de enamorados se susurra al oído mientras mira al reloj de la torre que funciona con retraso. Como otras cosas en este país de contrastes que rechaza definirse con palabras, cifras o conceptos. 

El Palacio Viejo fue el último edificio en dormir la noche del renacimiento. Curiosa paradoja. Un fortín cúbico tan sólido, tan humanamente perfecto, que tardó cinco siglos en terminarse. Cansado de reformas interminables, el propietario de la fortaleza decidió mudarse al Palacio Pitti, un mamotreto de sillar construido para satisfacer la ambición desmedida de un banquero toscano que acabó arruinado. Dicen que el dinero florentino valía su peso en oro. Hoy vive del cuento.

En la Vía Calimala, entre la Piazza della Republica y el Ponte Vecchio, tiendas de grandes firmas internacionales de la moda conviven con mercados callejeros tradicionales, como el del Porcellino, a la sombra del Pórtico de Juan Bautista de Tasso construido en 1551 para burlarse sin rubor de los ciudadanos arruinados. O el mercado de San Lorenzo, en Via dell’Ariento, donde los productos artesanales que se exponen amenazan delicadamente los carteras de los turistas. Es el corazón de una ciudad, donde lo moderno y lo antiguo se funden como el queso. Poco ha cambiado. 

Al igual que el rostro de la ciudad, los visitantes mantienen sus gustos. Siguen abstrayéndose con el ‘David’ de Miguel Ángel. Turistas que deambulan por la ciudad apabullados por el espectáculo, que visitan la Iglesia de la Santa Croce con la esperanza de revivir las turbaciones de Stendhal, que disfrutan de las casas de Dante Aligueri, en la calle que lleva su nombre y especialmente con la de Buonarrotti, en la Via Ghibelina, una encrucijada de caminos en medio de un laberinto callejero que podría cobijar a faunos. Pero en Florencia aturde, sobre todo, el esplendor del paisaje y un cielo despejado que casi se puede tocar con los dedos. Aquí, la imaginación deambula libre porque, sin duda, esta ciudad vive del tiempo.

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