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miércoles, 8 de junio de 2011

Objetivo: Educación pública


Una amiga que es maestra en una centro público de Madrid estaba hoy muy enfadada. Me ha dicho que soplan vientos de guerra para los servicios públicos españoles y que la educación será la peor parada. Está convencida de que la estrategia diseñada por aquellos que desean desmantelar el modelo público es seguir difamando sobre que los chavales salen de las escuelas e institutos peor preparados que antes y que los centros de enseñanza son factorías de ignorancia. Pero lo que más le exalta no es el previsible resultado de todos los estudios oficiales sobre la calidad educativa sino la frivolidad institucional para explicar el origen de tan sonoro y repetido fracaso: la pobreza y el desorden cultural de sus jóvenes usuarios. Y a base de repetir semejante patraña terminan convirtiéndola en una grandiosa media verdad. O sea, en una gigantesca mentira. A mi amiga le arden las manos.

Me explica que lo que ocurre en realidad es que la educación pública se ha vuelto más conflictiva porque cada vez alberga más complejidad entre sus paredes. Y los responsables de una comunidad tan heterogénea como Madrid prefieren poner precio a los problemas concertando el sistema con el Opus Dei en lugar de ponerse a trabajar para paliar las deficiencias que puedan existir. A mi me suena a capitulación y ponen al modelo educativo público como el ejemplo de la derrota. Un enfermo terminal a quien se cubre con el manto lingüístico del cuidado paliativo porque la ley no permite decir que están practicando una eutanasia pasiva.

Hay mucho de rancio clasismo en esta jugada conservadora. Y una enorme manipulación. Bajo la máscara de garantizar la libertad de enseñanza para todos, los santones de este modelo educativo privado financiado con el dinero de todos pretenden proteger algunos de sus privilegios históricos. 

En las manifestaciones públicas realizadas por políticos como Esperanza Aguirre siempre se exhibe la bandera del mestizaje aunque su intención real es la de seguir segregando. A los hijos del rico de los hijos del pobre. Al normal del discapacitado. Al listo del torpe. 

El escritor marroquí Tahar Ben Jelloun, poco amigo de la discriminación positiva y negativa, suele recomendar que no hay manera más efectiva de plantarle cara a los vientos reaccionarios, de pararles los pies a los atildados conservadores, que el sentido del humor. No le falta razón. Los que discriminan la educación pública con las artimañas de los malos resultados tienden a reirse de quienes critican sus métodos poniendo en evidencia sus defectos. Como si ellos no tuvieran ninguno. 

Deberían leer el libro ‘Corazón’, de Edmundo D’Amicis. La novela, construida como un diario escolar, tiene como escenario un colegio donde los hijos del banquero comparten pupitre con los del minero. Se insultan, se pelean y hasta se ríen de los mismos chistes. 

En Holanda, Dinamarca o Suecia la prioridad indiscutible es aumentar los recursos de la red pública para hacerla más competitiva. Se trata de enriquecer a aquellos sectores que más dificultades de integración presentan, de reducir las desigualdades de acceso al conocimiento, de potenciar el respeto colectivo. De mirarse a los ojos. Aquí se opta por una vía intermedia para cuadrar el círculo. Qué cruel es la política educativa. Creo que mi amiga tiene razón.

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