Cuando no se encuentra una explicación razonable a un hecho presente se tiende a desempolvar los libros de historia. Y los de Haití nos describen el mismo horror que Joseph Conrad percibió en el Congo africano.
Haití lleva más de 200 años de matanzas ininterrumpidas, de plagas y desastres casi bíblicos ante la indolencia del resto del mundo. Una indiferencia resultante de su nula influencia geopolítica y de la corrupción reinante desde hace siglos. Las estadísticas sitúan a la antigua colonia francesa en el puesto 134 en la escala de desarrollo humano, al mismo nivel de Somalia y Yemen, con una moneda que sufre constantes devaluaciones y una inflación que supera el 50%. Con estas premisas, el caos criminal hace tiempo que se apoderó de las personas y las cosas para devorarlos con capítulos excepcionales de una violencia sobrecogedora. ¿Cómo se ha llegado a esta situación?
Aunque es cierto que buena parte de la desgracia haitiana procede de la etapa colonial francesa, donde la esclavitud fue una máquina infernal de producción azucarera que llegó a convertir a Haití en la posesión gala más rica del Nuevo Mundo, hay quien considera un error mayúsculo cargar toda la culpa de la tortuosa realidad actual en las macabras relaciones del siglo XVII. El catedrático de Historia Económica, Gabriel Tortella, recuerda que Haití fue el segundo país americano, tras EE UU, en romper vínculos con la colonia pero que a diferencia de aquel, “su independencia no fue acompañada de una educación general de sus habitantes ni de la creación de una estructura social mínima” como hicieron otros países de su entorno como Cuba, República Dominicana o Puerto Rico cuando siglos más tarde siguieron idéntico camino.
La llegada al poder de los primeros libertos negros vino aparejada de un odio brutal hacia el colonizador napoleónico. Un ejemplo de esta inquina se produjo en 1804 cuando el héroe negro Jean Jacques Dessalines entró en Puerto Príncipe precedido por un niño blanco ensartado en una pica a modo de estandarte. El sueño de Dessalines era haber escrito el Acta Constitucional de la primera república negra de América sobre el pergamino de aquella pálida piel, con su calavera como tintero, la bayoneta sirviendo de pluma y la letra teñida con la sangre de los hacendados extranjeros que se lucraron con la vida de los suyos. Dessalines fue asesinado por sus propios hombres 12 meses después de coronarse emperador. Y es que las ínfulas napoleónicas nunca desaparecieron del alma haitiana.
Años después, el tirano Henry Christophe, Rey Henry I, se construyó una réplica del Palacio de Versalles de Luis XIV en plena jungla y desde allí profundizó los disparates. La invasión estadounidense de 1915 incendió el germen racista en la isla con políticas segregacionistas, como las del secretario de Estado norteamericano, quien en otra brutal simplificación de la sociedad antillana llegó a afirmar que “la raza africana carece absolutamente de capacidad para organizarse políticamente”. Esta soflama sirvió de excusa para prolongar la ocupación de la isla durante 19 años. Durante este tiempo, EE UU se desinteresó por el desarrollo de instituciones democráticas, volvió a trazar la frontera con la República Dominicana, lo que ocasionó masacres escalofriantes de haitianos por el general dominicano Trujillo, y tejió una mayor dependencia financiera agravada por otra deuda, esta vez de 40 millones de dólares, que el Gobierno de la isla jamás pudo liquidar.
Este declive empujó sucesivamente hacia el sillón presidencial a 22 tiranos corruptos hasta las cejas. “Los haitianos nunca superaron las heridas del colonialismo, del racismo y de la desigualdad”, concluía en una reciente conferencia Paul Farmer, director médico de la organización humanitaria estadounidense Zanmi Lasante-Partners in Health, después de permanecer 20 años ininterrumpidos en el país antillano.
El más célebre de todos los autócratas haitianos fue, sin duda alguna, François Duvalier, Papa Doc, un sátrapa que llegó al poder en 1957 para instaurar una dictadura familiar a sangre y fuego apoyado en una guardia personal terrorífica, los tonton macoutes, que depredó económicamente el país. El clan Duvalier -a François le sucedió su hijo Jean-Claude Baby Doc-, destinó la mitad de los ingresos nacionales a sufragar su siniestra policía privada que despachaba a destajo cuellos disidentes para tranquilidad de palacio y complacencia de la oligarquía mulata o afrancesada. Su sanguinaria dominación duró 29 años y sumió a la población en un profundo conjuro de tinieblas, una extraña mezcla explosiva de miedo, racismo, hambre y vudú.
Abandonada la esperanza,
Con un analfabetismo del 70%, legiones de haitianos se aventuraron en pateras rumbo a Estados Unidos o cruzaron la frontera con la República Dominicana para trabajar de macheteros en la zafra de una nación mulata que aborrece su negritud. El cuartelazo de 1986 contra Jean-Claude Duvalier tampoco significó una mejora sustancial del nivel de vida. La esperanza de vida retrocedió de los 60 a los 53 años y la precariedad laboral aumentó de tal forma que sólo 110.000 de los 8 millones de habitantes tenían un empleo estable antes del demoledor terromoto de 2010.
Este deterioro se mantuvo con Jean-Bertrand Aristide, el primer presidente elegido democráticamente en 1990. Pero Aristide, un ‘teólogo de la liberación’ comprometido, fue derrocado violentamente por Raoul Cédras al año siguiente de llegar al poder, reinstalado por Bill Clinton en 1995 y desalojado, de nuevo, en 2004 con acusaciones gravísimas de asesinatos y todo tipo de corruptelas. Hoy vive en Suráfrica.
Los últimos y dramáticos acontecimientos ocurridos sólo han terminado de destruir lo poco que había en pie en haití. Según la Organización Mundial de la salud, la situación sanitaria es estremecedora: cientos de muertos por el cólera y las tifoideas se unen a los 30.000 haitianos que fallecen de sida cada año. Con este desolador panorama no es díficil imaginar la situación político-social. Un informe anterior al terremoto de Amnistía Internacional daba cuenta de sistemáticas violaciones de los derechos humanos. En Haití, la tortura y la impunidad es más abundante que el oxígeno que se respira. La cooperación internacional se malogra o se roba y la que logra distribuirse entre los millones de necesitados, aproximadamente 130 millones de dólares al año antes del terremoto, es administrada por grupos privados que se lucran a manos llenas.
La percepción general es la de un Estado que hoy está más debilitado y desestructurado que nunca, donde los chimeres, unas hordas de asesinos a sueldo creados durante el gobierno de Aristide y cuya ferocidad nada tiene que envidiar a los tonton macoutes de la saga Duvalier, siembran el pánico entre una población mísera en el hacinamiento insalubre de Puerto Príncipe, liquidando civiles y extranjeros impunemente. ¿Qué futuro cabe albergar ante semejante panorama?. “Haití es el ejemplo más claro de las contradicciones del sistema económico mundial”, dijo en una ocasión el escritor cubano Alejo Carpentier. Pobreza, enfermedades, desastres naturales apocalípticos, matanzas colectivas, indiferencia mundial. Las tinieblas han echado un manto lóbrego sobre este país y nadie está dispuesto a disiparlo.
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