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miércoles, 11 de enero de 2012

Estado de bienestar


He escuchado una conversación en el Metro que me ha punzado el hombro. Dos señoras hablaban de lo desalentador que resulta acudir a una cita en un Hospital público. En la sala de espera, decían, 30 personas se miraban indignadas ante la frialdad de las enfermeras tras la hora larga que llevaban de espera. No recibieron ni una explicación para atemperar su hastío. Ni un gesto. Nada. Reconozco que para alguien como yo que cree ciegamente en el sistema público de salud, el tema irrita. Pero si además escucho a los próceres de la economía nacional decir que tenemos que reducir el déficit a base de extraer recursos de estas áreas, la molestia ya se precipita en úlcera y la medicación que me pondrá el doctor House se la daré el perro. 

Con todo, lo peor es ir a una consulta ambulatoria y ver a los compañeros de fatigas, la mayoría de 65 años para arriba, haciéndose los tontos ante la estulticia oficial. El ambiente es malo de solemnidad. Sólo se denuncia el tiempo de espera para entrar en el quirófano cuando los médicos de familia están cada día más saturados de pacientes y los enfermos disponen de menos tiempo para exponer sus dolencias. Rumbo a peor, que diría Samuel Beckett, aunque los jefes se inventen cifras superlativas de fracaso económico para mantener las apariencias de que los ajustes diseñados por tecnócratas y especuladores funcionarán en el futuro.

Para no enmarañarse en las telarañas de las cifras, lo mejor será ir al grano: hay ciudadanos en este país que pueden morir en la lista de espera. De un infarto, porque los resultados del análisis de su gastado corazón no se lo darán hasta octubre; o de una embolia, porque el especialista le ha citado para noviembre. Hay suficientes pruebas para percibir que nuestra formidable maquinaria del bienestar —la sanidad, los servicios domiciliarios o la educación— está obsoleta. Desde luego que lo está pero no debería estarlo si lo que de verdad se quiere es servir adecuadamente a una sociedad demográficamente vieja y apremiada por sacar talentos que garanticen su futuro en I+D. 

Que un país como España, que se encuentra a la cola de la UE en gasto público, acepte sin rechistar que reducir el déficit significa empequeñecer servicios como el sanitario, el educativo o el cultural es un síntoma de que nuestros gestores ya han descubierto otras áreas donde gastar el dinero público y rentabilizarlo. Para sus intereses, se entiende. Quizá sea la idea de modernidad que algunos no entendemos ni jartos de grifa para la importante y avanzada España. Ustedes ya saben a lo que me refiero.

Dibujo de Manel Fontdevila en el diario Público

2 comentarios:

MEMEPEDIA dijo...

bravo! bien dicho!

Gorka dijo...

Como la vida (actual) misma