La fotografía de hoy rinde tributo a la memoria de una pesadilla. Su autor es Ángel Navarrete. Está sacada a escasos kilómetros del cuarto reactor de la central nuclear V. I. Lenin, ubicada en la ciudad ucraniana de Chernóbil. Aquí, junto este oxidado cuadro que ni el sol calienta, se produjo la mayor catástrofe nuclear de la historia. Ocurrió un día como hoy hace 25 años. Las consecuencias fueron y siguen siendo incalculables. El hombre, en su afán de balancear intereses con supervivencia, economía con salud y desarrollo con ideología, se ha dedicado a desterrar este maldito nombre de la historia atómica para evitar que contamine la doctrina de otros proyectos bien diseñados.
La argucia utilizada se sustentó en el axioma de la sociedad moderna de que sin consumo no hay desarrollo. Y para justificarlo apelaron a la necesidad de incluir a una energía como la nuclear en el ciclo de nuestra vida. Para ellos, Chernóbil fue un compendio de desgracias irrepetibles derivadas de una tecnología prehistórica y de la negligencia de un puñado de ingenieros borrachos que aquel día decidieron jugar con fuego. La gran metáfora del fracaso de un sistema político y económico como el socialismo real. El Fin de la Historia.
Pero hemos llegado al siglo XXI y muchos sienten, sentimos, que algo continúa fallando. El carril en el que nos metieron inteligentemente durante un momento de expansión no fue sólo el de saciar un consumo energético desaforado. Es la vía de un negocio lucrativo para unos propietarios que prefieren vivir lo más alejados posible de las centrales que tanto defienden porque son inocuas. Y matizan datos sin importarles falsear una realidad que en cuanto se pone en marcha se vuelve irreparable. Es la consecuencia de una democracia donde las grandes corporaciones son las que dictan las normas o se las saltan a la torera. En las ciudades como Prípiat o Fukushima sólo vivían los obreros.
Y llegada la catástrofe se afanan en que el mundo trate de fusilar a los culpables del puñado de accidentes nucleares que se han producido evitando así el debate universal: ¿Qué es el progreso? ¿Qué estamos dispuestos a arriesgar para mantener un desarrollismo tan desigual? ¿La salud? ¿El medio ambiente? ¿O quizá a las tres cuartas partes de la humanidad condenadas a la pobreza? Estas cuestiones aterran tanto como la radiactividad.
Para los que hace 25 años sufrieron el mortífero impacto de aquel accidente, el mundo se derrumbó con un estruendo de naufragio y efectos devastadores. Hoy ni siquiera tienen miedo porque para ellos la vida humana vale poco y la compasión se ha convertido en un lastre.
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