En la novela ‘El proceso’, Franz Kafka se inventa un individuo llamado Josef K. que es acusado de un delito que desconoce, que luego es procesado sin llegar a entender las normas que rigen su juicio y que finalmente es ejecutado sin haber sabido en ningún momento por qué. En esta inquietante historia, Kafka escribe con toda crudeza las mentiras que fabrica el poder para justificar la necesidad de un ‘orden’ inmune a interrogantes tan humanos como la culpabilidad o la inocencia. Quizá sin proponérselo, sin ni quisiera imaginárselo, la gloriosa reforma penal adelantada hoy por el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz le convierten a ojos del millón y medio largo de indignados en ese inquisidor supremo que al final de ‘El proceso’ clava el cuchillo en el corazón de Josef K. “haciéndolo girar allí dos veces”.
Al margen de la legalidad o no de la medida, de lo coercitiva o intolerante que es, el anuncio del ministro es un nuevo capítulo escrito con el lenguaje del miedo que tan buenos réditos políticos proporciona a los partidos de derecha clásica en momentos de zozobra general como el actual. Primero apeló a la imperiosa necesidad de defender al pueblo español de “un problema de seguridad grave” para, a continuación, airear una de esas frases que alguien pronunció en mala hora: “Nos parece fundamental para hacer frente a estos movimientos que actúan concertadamente previamente y con técnicas de guerrilla urbana incluir como delito de integración en organización criminal las acciones cuya finalidad sea alterar gravemente el orden público y aquellas que, con tal fin, se concierten por cualquier medio de comunicación”.
¿De qué riesgo nos habla el ministro cuando 5 millones de españoles estamos hoy en el paro? Temo que si leemos en sus labios descubriremos un peligro en ciernes que desprecia el orden democrático que nos nutre de pan y felicidad y al que hay que ponerle freno de manera inmediata puesto que de no hacerlo terminará diluyendo la esencia nacional, el referente supremo del buen patriota, el orden patriotero. Es la coartada fundamental que utilizan los conservadores para expandir el poder del ejecutivo, el que controlan, el único capacitado para garantizar a los ciudadanos un triunfo inapelable frente a la insidiosa ‘amenaza’ que nos acecha.
Y para ello, han rediseñado una implacable normativa que reserva a los funcionarios de policía la capacidad de decidir qué ciudadanos pueden ser privados de su libertad y quiénes tildados de terroristas. Y para justificarlo apelan a la bondad, al bien último que justifica los medios, para promulgar una ley al margen del Parlamento y de los tribunales que deberían dictar sentencias y sobre todo establecer quién es delincuente y quién no. Es la armadura legal que nos protegerá de esa peste que traen los parásitos acampados en muchas plazas país. Por eso debemos reservar privilegios al poder ejecutivo que no le competen como el de decidir quiénes son guerrilleros y en qué condiciones pueden ser sometidos a la norma ya que lo que está en juego es la seguridad nacional, el sacrosanto y arbitrario ‘imperio democrático’. Y finalmente llegan las condenas inapelables. El poder, como escribió Kafka hace casi 100 años, es brutal por definición.
Otra de las preciosas joyas que nos ha regalado el ministro del Interior es un silencio atronador sobre las medidas que eviten el comportamiento abusivo de la policía. Ocurrió en Barcelona, en Madrid, en Bilbao. La revolución neocon comienza a instalarse en nuestra avejentada e irreconocible Europa a golpe de ley y orden en medio de un aturdimiento general ante el cercenamiento de derechos casi a diario. Ni siquiera percibir que cada jornada que pasa, cada ley modificada, significa una vuelta de tuerca más en la inexorable estigmatización que personajes como este ministro azuzan desde los atriles con total indiferencia sin percatarse que conectando "resistencia pasiva" con "atentado contra la autoridad" está situando a casi dos millones de ciudadanos en la sospecha social y en el punto de mira de hooligans sin cerebro. Quizá Jorge Fernández Díaz piense que después de todo, Cristo también tuvo sus días malos y hoy en día sigue siendo recordado.
Ante este oscuro panorama, esta reforma penal en ciernes presenta todos los ingredientes de delirio legal que un Kafka redivivo necesitaría para urdir otro final en su estremecedora novela. Quizá el escritor checo concluiría ahora ‘El proceso’ diciendo que los reos eran condenados a que la sentencia les fuera escrita con aguja y en su propia espalda. Y puestos a imaginar, podríamos concluir que la letra con sangre entra y con la tinta, el fin. Kafka se estará partiendo de risa en el más allá.
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