Fotografía: Javier Bauluz
Uno de los reportajes más impresionantes que leí de la guerra en los Balcanes daba cuenta del pavoroso escenario descubierto por el periodista británico Ed Vulliamy en Omarska, en el noroeste de Bosnia, en el verano de 1992. La pieza comenzaba con la declaración de un prisionero bosnio, ojeroso y demacrado, en un campo de concentración serbio mientras atacaba su ración diaria de judías. "No quiero mentir pero no puedo decir la verdad", repetía.
Sin que nada de aquello se parezca a lo que hoy vivimos, tengo la extraña sensación de que la secreta logia económica que dirige Europa rubricaría el torturado lamento del preso sin añadir una coma. Dadas las circunstancias que nos asolan -con concentraciones de ciudadanos insatisfechos cada vez más numerosas en los alrededores del Congreso, una intelligentsia económica enrocada en un mantra que más que despertar a los mercados parece espolear la lucha de clases, y unas previsiones financieras que invitan al suicidio colectivo- resultaría milagroso que uno de los rostros públicos de la Gran Recesión asumiera una parte del pensamiento de Orwell para descargarse las culpas de la angustia global: "Dimito porque no quiero fingir más pero no puedo decirles la verdad porque no sabría que va a sucederme después". Sería un acto revolucionario.
El problema de la impostura es que es mala compañera del tiempo. Quiero decir que mientras el encefalograma financiero continúe al borde del colapso, el miedo se transformará en coraje contra un Estado que oculta, que no dice la verdad, que no busca el bien colectivo. Y la sociedad española ha perdido la inocencia. La Puerta del Sol y la Plaza de Neptuno, una de las confluencias más febriles de Madrid, es el termómetro de buena parte del pueblo contra ese poder opaco y enrocado que camina con la mirada baja y la porra en ristre. A la defensiva, como cuando se esconde algo o se tiene miedo.
En Sol y en la Plaza de Neptuno nadie se esconde ni se lamenta. Ahora bulle como icono de una protesta incansable. Calle abajo está el imponente Palacio Real, en donde tal vez algún día encallen las primas de riesgo y las bolsas que arrastre un río de lágrimas. Y empujadas por los gritos encendidos de palabras, el antídoto contra el silencio de los reyes del mercado. La respuesta que flota en el aire es que no pueden contar la verdad.
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