Sin duda, la de Víctor García es la imagen cruel del deporte al máximo nivel. Encaraba los últimos 100 metros de la final del Europeo de 3.000 metros obstáculos, una exigente carrera diseñada para caballos percherones con el afilado perfil de los maratonianos. A falta de 60 metros, en la recta de llegada y con el público del estadio puesto en pie, llega en cabeza a la última valla de la carrera. El cansancio es evidente en todos los competidores que desfilan diseminados por el anillo de la pista como una colección de muñecos tronchados en busca del fin de la agonía.
Víctor lucha contra el francés Mahiedine Mekhissi, un galgo con las piernas más largas que las de una gacela de Thomson en plena madurez. El español reduce su zancada levemente para exprimir las últimas gotas de su fuerza. Dos pasos donde antes hubiera dado sólo uno para medir la altura del salto de ese maldito obstáculo destinado a definir el orden de la gloria. Se eleva, pone el pie derecho sobre el travesaño, luego el izquierdo y la valla que se vuelve grande como una rascacielos y Víctor, con los músculos asolados por un ataque masivo de agujas lácticas, que trastabilla, que pierde el equilibrio y que cae como un niño que empieza a andar. Mekhissi le sobrepasa y tras el galo aparece el turco Tarik Langat que mira al desparramado cuerpo del español como si se tratara de una deseada aparición. Víctor García se levanta del suelo y esprinta impulsado por una reserva de adrenalina mezclada de ira desenfrenada para hacer tercero. Medalla de bronce. Maldita sea, así es difícil creer en dios.
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