En Europa se libra hoy un pulso trascendental. La herida abierta por la crisis económica ha destapado un vacío político de proporciones excepcionales. El paisaje es desolador. Países intervenidos por los mismos personajes que nos metieron en el atolladero. Delincuentes de cuello blanco sancionando a Estados soberanos por haber tapado los delitos que ellos cometieron y obligándoles a confiar nuevamente en sus fórmulas mágicas porque, aunque en el pasado no hicieron las cosas bien, esta vez su comprensión del problema es la correcta.
El resultado que estamos contemplando es una dócil sumisión de la clase política que está allanando el camino hacia el poder a una derecha intolerante, el eslabón que les faltaba a estos delincuentes de las finanzas para difundir la consigna que asegura que nada detendrá la plutocracia que han comenzado a imponer. Ni las protestas, ni las lágrimas de los desahuciados, ni siquiera el voto cada cuatro años porque todas las opciones políticas tienen ya similares objetivos. Tampoco el jubilado que ayer se suicidó en Atenas.
La oposición a esta espantosa dinámica ya no se vigoriza con advertencias de intelectuales como Stéphane Hessel, Naomi Klein, Joseph Stiglitz o quién sea sino con la decisión práctica de hacer frente sin contemplaciones al mal que tratan de imponer. No censuraré aquí la melodramática capitulación de los Partidos Socialistas europeos ni tampoco la compungida posición de un gobierno como el español que observa cariacontecido el derrumbe de nuestra economía imponiendo medidas draconianas al sector más sufrida de la sociedad y dividiendo a la mayoría con promesas de un mundo mejor que nadie sabe si llegarán. Y si nadie lo remedia, España aun no ha tocado fondo.
Ni siquiera parecen valer ya, en esta Europa triste, las pruebas que demuestran que la cruzada de recortes liberales iniciadas por el corrupto FMI responde a maniobras de poderes que operan en la oscuridad más que a la protección de los valores humanos universales. Es la puesta en escena del último capítulo del fin de la Historia, de la “necesidad” del dominio político de los especuladores, de los ricos empresarios para quienes la única opción de desarrollo es la sociedad de mercado, la especulación y la opacidad. Aunque para ello deban pagar justos por pecadores.
El gran pretexto que utilizan para sacar la espada que deshaga el nudo gordiano del Estado del Bienestar es la crisis global. El déficit público es la zanahoria que nos muestran para ir a la guerra. No importa que quienes abanderan esta batalla hayan violado sistemáticamente las normas básicas del funcionamiento financiero capitalista. Ni siquiera se han esforzado en desmentir los certezas que aseguran que nos robaron, que nos esquilmaron, con hipotecas basura, con dinero negro, con amnistías fiscales para los estafadores que sólo predican con cantos de sirena. Deudocracia.
Cualquier atisbo de crítica -como la del Movimiento 15M- es silenciado de un plumazo con el argumento demoledor de que todo se dirime en las urnas. Claro que bajo esta “certeza” política algunos ven un telón que oculta sus propias debilidades y fracasos. Por ejemplo, ¿por qué la mayoría del pueblo no cree en los políticos profesionales, cómo es posible que el ganador de unas elecciones se sienta legitimado para hacer lo que hace este gobierno con el 27% de las papeletas de todos los ciudadanos con derecho a voto?
Es tal la argamasa propagandística puesta en marcha que hasta la socialdemocracia parece temer por las consecuencias de decirle no a los amos de las finanzas. Incluso los orgullosos franceses y los nostálgicos alemanes dan la sensación de haber renunciado abiertamente al fabuloso botín de armar una alternativa real a la oscuridad que nos muestran los revolucionarios neocons.
Esta nulidad socialdemócrata puede tener consecuencias imprevisibles tanto para el Estado del Bienestar como para la estabilidad del propio sistema económico que se está imponiendo en países como Grecia, España o Portugal, demasiado dependientes de los mercados, de los consumidores y de las grandes corporaciones. Y de fondo un enemigo imprevisible asentado en un radicalismo político que sólo ve la solución en el modelo de desarrollo especulativo y sin control que perpetúe los intereses de unos pocos.
El problema es que, a diferencia de cualquier crisis anterior, la amenaza actual parece esterilizada ante cualquier forma de protesta para imponer su deseo a toda costa. España no tiene alternativa a lo que hoy sucede porque carece de una alternativa productiva propia y de autogobierno. Estamos enfangados hasta las trancas en un modelo difícil, por no decir imposible, de vincular organizativamente con un sólo país, con un Estado, con un gobierno. O quizá, sí. Porque presidentes como Mariano Rajoy, que suele dar la impresión de ser un político confuso y gris, no lo es en absoluto. Es una marioneta más destinada a rediseñar un nuevo mapa geopolítico en Europa y el mundo a la medida de los verdaderos dueños.
De consumarse esta dinámica, los servicios públicos serán borrados del mapa, el racismo brotará de la tierra y la oposición será anulada con el virus del poder como moneda de cambio para su división interna. En un giro propio de Orwell, sus fabricantes de opinión ya han desplegado hoy la artillería de diversión: aceptar que el triunfo de la derecha ideológica será la respuesta a todas las dudas, aplaudir las intervenciones económicas en marcha y los recortes impuestos como si con ellos déjaramos de pensar en "absurdas" conspiraciones, esas que nos susurran que detrás de tanta arrogancia hay control social y un totalitarismo enmascarado. Los amos del universo están decididos a reducir la libertad del hombre a su capacidad de elegir lo que compra reservándose el resto para sus maniobras orquestales en la oscuridad.
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