En la plácida tarde de ayer, la policía intentó detener a Abdoulay Sek, un vendedor ambulante de nacionalidad senegalesa. Según los agentes,había motivos sobrados para hacerlo: Sek se había colado en el metro sin billete. Según los vecinos lo cazaron a lazo, porque su negritud exhala una sospechosa imagen de ilegalidad, el recelo de ser un inmigrante sin papeles. La cosa se está poniendo fea para los extranjeros que llegan del otro lado del "telón de acero" que hemos construido. Estos son, principalmente, africanos y latinoamericanos aunque también hay asiáticos y algún que otro oceánico.
Hace unos meses, tres fotógrafos españoles inauguraron una exposición que lleva por título Fronteras invisibles. En ella se revela la historia de los que llegaron escapando de la miseria. Un recorrido por almas angustiadas cuyo mayor delito -y único, en la mayoría de los casos- es no tener papeles. La exposición muestra cómo los inmigrantes indocumentados son tratados como ganado.
Para muchos, todo esto es tan abstracto como las matemáticas. La idea de que estos inmigrantes nos quitan el trabajo, roban a la gente decente, trafican con droga y hasta pueden tener una mala borrachera y liarse a hostias está grabándose a fuego en el subconsciente de esta sociedad sin orden ni concierto. Para muchos, los negros, marroquíes y latinos son los parias de la Tierra. Lo triste es que esta reflexión tiene una lógica implacable —la brutalidad de la emigración— pero también una lógica de mierda —aceptar lo inaceptable, es decir, el estigma—: Aquel ciudadano de piel oscura siempre será más sospechoso que aquel otro blanquito que lleva la camiseta de Ronaldo. Lo vemos cantidad de veces.
Sin ir más lejos, hace unas semanas en la salida del metro de Legazpi, en Madrid. De entre todos los usuarios, la policía sólo detuvo a unos chavales magrebíes para identificarlos. Entonces se activó la lógica implacable y me dije que la mejor manera de localizar a delincuentes sin papeles es pedírselos a todos aquellos con pinta de no ser españoles ni europeos. Sin embargo, nada ocurrió y tras media hora de registro, de preguntas y de espera, ambos chavales siguieron en libertad. Es posible que llegaran tarde a una cita o a un trabajo. Pero es lo de menos. Nos empieza a parecer normal. Lo importante es que la razón de mierda que todos llevamos dentro nos asiste y justifica. Las llamas del racismo no retroceden. Avanzan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario