Recuerdo las tardes invernales frente a la playa de Plentzia. Al mar enloquecido estrujando sin piedad el cuello del rompeolas. Recuerdo una tarde fría en la que el cielo bajo no dejaba ver el horizonte. Desde la arena, abrigado como un oso polar, escuchaba los quejidos roncos del agua contra las rocas. Imaginé a un dragón en guerra contra los pescadores de ballenas que un día se dejaron las manos remando contra las apocalípticas olas del Golfo de Vizcaya. Contra ese viento norte invernal que arrasa nuestra costa con sus agujas de hielo punzante.
Pensé que era el único auditorio del espectáculo hasta que emergió una extraña figura de entre la niebla. Era un viejo marino saliendo del mar con la carne enrojecida como la de un pez espada. Sólo con verle, hasta los muros del sanatorio se pusieron a temblar.
Pensé que era el único auditorio del espectáculo hasta que emergió una extraña figura de entre la niebla. Era un viejo marino saliendo del mar con la carne enrojecida como la de un pez espada. Sólo con verle, hasta los muros del sanatorio se pusieron a temblar.
Me explicó que aquella manía le venía de antiguo, de su abuelo, la mejor vacuna contra los resfriados. Hace tres años de aquello. Nunca me dijo su nombre, sólo que tenía 72 años y que había circunvalado cinco veces la Tierra. Desde el Cabo de Hornos hasta el estrecho de Bering pero la bahía de Plentzia le seguía pareciendo lo más bello del mundo, especialmente en días en los que el tiempo costero saca el látigo invernal.
La mar siempre me arrebató. Olor a salitre y limón. En los atardeceres nos turnábamos en el espigón del puerto, hipnotizados, con la mirada fija en el oleaje espumoso, dispuestos a dejarnos mojar por la leyenda brutal que hacía saltar el corazón de los marinos del pueblo.
La mar siempre me arrebató. Olor a salitre y limón. En los atardeceres nos turnábamos en el espigón del puerto, hipnotizados, con la mirada fija en el oleaje espumoso, dispuestos a dejarnos mojar por la leyenda brutal que hacía saltar el corazón de los marinos del pueblo.
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