España ya está sumergida en el sueño crepuscular de la Semana Santa. Una modorra adorable para un país que busca resguardarse de su vejez inminente en la frialdad de sus entrañas. Cuanto más vacío y silencioso se encuentran sus calles más vital me parece. Alguien me sugirió ayer que escribiera de la Semana Santa como antídoto contra la crisis. Llevaba tiempo sin sentir tanta nostalgia. Gris y húmeda noto a España, neutra como Rajoy pero con un punto de dureza metálica. Así son siempre estos días de pasión y desgarro.
No se qué enseñanzas estarán aportando estas fiestas de sacrificio humano a los viajeros que nos visitan por primera vez. “Frío. Este país es hoy un congelador”, escuché decir por teléfono a un pasajero de autobús alarmado. “Gélido, che, muy gélido”, recalcó. Efectivamente, lo está siendo. Supongo que de tenerme a tiro, los comerciantes me lanzarían piedras por exaltar la borrasca económica que nos asola, por ser pesimista en tiempos lluviosos en los que se nos pide buena cara con la que mantener el rostro cálido de un país deprimido que atraviesa ufano la niebla roñosa de otra época.
Pero lo que no admite discusión es que España es el escenario ideal para las luctuosas manifestaciones religiosas a poco que sus ciudadanos se afanen en desgarrar el aire con llantos callejeros vestidos de nazarenos en lugar de humanizar las rutas del vino. Buenos tiempos para evocar recuerdos del pasado.
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