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lunes, 2 de febrero de 2015

Bajo el puente (I)



No me resulta fácil contar esta historia, pero temo que de no hacerlo, acabe perdiéndose en los vericuetos de mi cabeza y con ella también mi cordura. Comenzó hace exactamente cinco años bajo el puente de San Marcial, en un pequeño pueblo de la cuenca minera asturiana, y no sé si ha terminado. Allí apareció el coche que un día antes me habían robado. El caso no hubiera tenido mayor trascendencia para la investigación salvo por un detalle: en el maletero encontraron el cuerpo de una mujer.

Estaba desayunando cuando la policía llegó a mi casa dispuesta a arrancarme respuestas. Entre los objetos encontrados había un anillo, un teléfono y el último número registrado era el mío. Por eso vinieron a buscarme. Necesitaban un detalle, cualquier dato que sirviera para identificar el cadáver y orientar una pesquisa que en ese momento era indescifrable. Durante una hora no dejaron de hacerme preguntas sobre las mismas cosas cambiando el orden de las palabras. Y siendo sinceros, aunque ahora lo comprenda todo, en aquel instante no tuve la valentía de reconocer que conocía las respuestas. La víctima se llamaba Ana y aquel anillo que me mostraban una y otra vez era mío. 

Procuré colaborar con los agentes en todo lo que pude y revelé los detalles a mi manera, entre el disgusto por el robo y una supina incredulidad por la aparición del cadáver. No sé porqué lo hice. Quizá debí contarlo todo pero no me arrepiento de mi silencio aunque aquello resucitara un grave problema de remordimiento.

Hacía más de dos años que no sabía nada de ella y su recuerdo dormitaba ya en el disco duro de mi memoria. Había cambiado de número de teléfono cuatro meses antes pero aun guardaba el antiguo que muchas noches lo encendía con la esperanza de que un día me llamara, algo que jamás ocurrió. Salvo la noche anterior.

Nada de esto dije a los dos policías que vinieron a mi casa. Muy correctos pese al bombardeo de preguntas, se limitaron a verificar mi móvil, a preguntarme por el vehículo y el anillo, una ancha alianza de acero con tres muescas, y a indagar en mi vinculación con Asturias, donde pocas veces he estado. También comentaron que ninguna de las huellas dactilares encontradas en el vehículo servían para la investigación. El cuerpo estaba irreconocible y junto a él había una cámara de fotos y un par de guantes de látex utilizados durante el robo. Ni una pista más. Me mostraron las fotos del atestado por si reconocía algo, quizá el paisaje, aquel puente del fondo en el que tantas palabras dejé, el de San Marcial

No me acusaban de nada, pero el hecho de que el coche fuera mío y la última llamada se realizara a mi viejo número parecía demostrar que existía alguna relación entre nosotros. ¿o no?

Sí, claro, por supuesto que sí pero como pueden comprobar hace mucho tiempo que cambié hasta de modo de vida. Además, la víctima pudo haber marcado aquel número al azar en un momento de desesperación. De todas formas, quiero que sepan que cuentan con mi total colaboración. Pueden revisar el apartamento si lo desean, aquí tienen el teléfono para que comprueben todas mis llamadas y tienen a su disposición los nombres de mis amigos por si los necesitan.

Fue entonces cuando los dos policías me explicaron el escenario en el que trabajaban, con las dificultades de un extraño caso en el que un número y un coche era todo lo que tenían para recomponer un puzzle. El forense aun tardaría algunas semanas en identificar el cadáver. Poco después se despidieron sin alterar el desorden de las casas que habito, con el expediente de la visita firmado y el aviso de que cuando tuvieran la identidad de la persona, me lo comunicarían.

Me quedé varias horas aturdido. Sentado en la misma posición hasta que mi cuerpo comenzó a desmoronarse por el impacto del suceso. Hacía dos años que no hablaba con ella, El tiempo que necesité para olvidarla, para asumir la compañía de su pérdida para siempre. Porque el último día que la vi quedó claro que esa vez sería la última. Durante los siguientes meses no tuve muchas noticias suyas pero supe que estaba construyéndose una vida que le dirigía a un oscuro e innombrable desastre.

Ana era un singular fotógrafa, atractiva y muy estricta en sus decisiones. Un día cogió sus cámaras y se fue a Afganistán haciendo la cobertura para la agencia griega de noticias. Le pagaron fatal pero al final dejaron de hacerlo aduciendo que carecían de fondos debido a la crisis. De allí saltó a Pakistán, esta vez junto a un equipo de la televisión japonesa con quien poco después realizó un documental sobre el accidente de Fukushima y otro sobre el impacto de la radioactividad en la fauna marina. Luego regresó a España, nos vimos en una par de ocasiones y desapareció.




NOTA: Gracias al empuje realizado por mi amiga Carmen Dólera, actriz de teatro y escritora pasional, he comenzado este relato, el primero al que me enfrento en mi vida. Este es el primer capítulos de una serie corta que intentaré publicar aquí con periodicidad semanal. Espero aguantar el reto y terminarlo. Y si sufre retrasos, no será por pereza sino por una buena causa y seguro que más importante.

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