De la mirada de esta persona emanan mil sensaciones de libre interpretación. No sabemos su edad. Ni siquiera su sexo. Tampoco conocemos su estado civil. Si tiene hijos o alguien le espera para cenar. Las dos pruebas que nos aportan algo de información son sus ojos y el traje de aislamiento que viste. El personaje es uno de los sentenciados que en estas horas tenebrosas luchan a brazo partido por minimizar la catástrofe nuclear de Fukushima. Está agotado, o quizá desesperado.
La expresión de su mirada filtra la tristeza que provoca la serena impotencia. Desde luego, no traslada un atisbo de indiferencia tras una anodina jornada laboral. Sus ojos reflejan la derrota. El monstruo al que se enfrenta sigue despierto y cada vez es más voraz. El destino pende de un fino hilo que ya no está en sus impermeabilizadas manos azules. Fukushima se funde como un queso de Mox.
Ahora que todo avanza ya hacia su desenlace, estaría bien desembarazarse del mantra que cubre este campo de batalla nuclear con promesas perdidas. La historia de la central japonesa debería proporcionar ‘ideas’ para que la gente se preguntara, al menos durante un minuto, si vale la pena seguir empujando los carritos del consumo por los grandes almacenes de este sistema. Es posible que los ojos se nos abrieran como las Puertas de Jericó.
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